Hay lugares donde el mar no solo se contempla, sino que se saborea. Para mí, Galicia es ese rincón donde cada ola trae consigo el perfume de una cocina encendida y una mesa dispuesta. Hace poco, mientras disfrutaba de un camarón cocido Sanxenxo, comprendí que hay experiencias que no se explican, se viven. El sabor del mar, cuando se sirve en su punto justo, es un lenguaje que no necesita traducción: sal, textura y tiempo exacto de cocción.
El secreto está en la paciencia. He visto a mariscadores trabajar bajo el cielo nublado de las rías, recogiendo con mimo lo que luego se convierte en un manjar. El camarón, pequeño y delicado, requiere una atención casi artesanal. Un minuto de más en el agua hirviendo y el milagro se arruina; un minuto de menos y se queda sin alma. Cocer marisco en Galicia es casi un acto sagrado: el agua de mar debe estar limpia, el hervor justo, y el tiempo, medido con el pulso de quien conoce la tradición.
Cuando el camarón llega a la mesa, todavía tibio, se convierte en un resumen perfecto de lo que somos los gallegos: sencillos, auténticos y profundamente conectados con la naturaleza. Lo pruebo y siento esa mezcla de dulzor y sal que solo el Atlántico sabe ofrecer. No hay artificio, no hay salsas que enmascaren el sabor. Solo el producto, en su verdad más pura.
Comer marisco fresco es también un acto de memoria. Cada bocado me recuerda tardes de verano junto al puerto, conversaciones que se prolongaban mientras el sol se despedía y el aire olía a algas y vino blanco. Galicia tiene esa capacidad de hacer que la comida sea más que alimento: es identidad, es paisaje. El camarón cocido no solo alimenta, sino que reconcilia con lo esencial.
La cocción perfecta, como la vida, se basa en equilibrio. El agua debe hervir con fuerza, pero no demasiado; la sal debe estar presente, pero sin dominar. Es una danza entre fuego y tiempo que solo se aprende observando. He visto cocineros profesionales y abuelas con delantal compartir el mismo respeto por el producto, la misma devoción al levantar la tapa de la olla y oler ese vapor que anuncia que todo está en su punto.
El momento de pelar el camarón es casi ritual. Los dedos se tiñen levemente de coral, el aroma a mar se intensifica y, al probarlo, la textura firme y jugosa confirma que el arte está en la sencillez. Ningún lujo supera la pureza de un marisco cocido con amor y servido sin pretensiones.
Cada vez que visito Sanxenxo, busco ese instante. Sentarme frente al mar, con una copa de albariño y un plato de camarones, me hace entender que la felicidad puede ser tan simple como una comida bien hecha. En el rumor de las olas y en el crujido de las conchas encuentro una música que me conecta con la tierra y con la infancia. Porque el mar, cuando se saborea, no solo se queda en la boca: se queda en la memoria.
