A primera hora, el puerto bosteza y el sol gallego asoma con cautela entre nubes que parecen haber firmado un acuerdo de niebla intermitente. Los chalecos se hinchan, los reguladores silban y, contra todo pronóstico, el nervio se convierte en una prudente euforia cuando el patrón da la señal. Quien se acerca al buceo Vilagarcía de Arousa descubre que la ría no solo se mira, también se escucha: ese rumor grave del Atlántico que se cuela por el muelle, ese vaivén que marca la cadencia de la marea y promete un escenario distinto en cada inmersión.
El primer contacto con el agua tiene una honestidad atlántica que despierta a cualquiera. Ni tropical ni dócil, aquí el mar es un compañero serio pero generoso, que ofrece granitos rosados, sombras de peces veloces y jardines de algas en los que el verde parece inventado por un pintor con prisa. A pocos metros del barco, la vida se organiza en vertical y en horizontal, y lo que desde la superficie eran simples manchas oscuras bajo las bateas, bajo el agua se revela como un bosque suspendido donde los mejillones construyen ciudades densas y pulcras. Las cuerdas, cubiertas de vida filtradora, atraen bancos de sargos, bogas y algún pinto curioso que nos observa con esa calma descarada de quien sabe que la caza está prohibida y la cámara es inofensiva.
Una vez dentro, el periodista en uno —permítaseme el guiño— comprueba que la crónica se escribe a base de burbujas y pequeños hallazgos. Un cangrejo que parece un actor secundario con exceso de maquillaje se arrastra entre las piedras; una estrella de mar reposa con solemnidad de reina antigua; y, si la fortuna se alía, un pulpo despliega ese catálogo de camuflajes que deja mal a cualquier mago de escena. El suelo granítico, recortado por años de mareas, ofrece recovecos perfectos para congrios tímidos, y la visibilidad, caprichosa, abre ventanas de 10 o 12 metros que convierten el paisaje en un escenario difuso y encantador. Hay días en los que el agua regala un azul profundo y otros en los que diseña una acuarela de verdes; en ambos, la sensación de estar en un sitio que se defiende con su propio carácter permanece intacta.
Quien llega con ganas de empezar encuentra escuelas locales con instructores de paciencia gallega y humor seco, de ese que aparece cuando toca cambiarte las aletas por una talla menos o ajustar un lastre más, y la meteorología decide improvisar. Los cursos de iniciación transcurren a ritmo humano, con especial cariño por la seguridad, y la logística del equipo —traje de 5 a 7 mm o seco en temporada fresca, capucha de aliada innegociable— se vuelve rutina en cuanto bajas la primera vez y descubres que nada abriga tanto como la curiosidad. El Atlántico, lejos de ser un examen, es un profesor exigente que premia la atención, así que no sorprende que muchos novatos salgan del agua con ese gesto de haber encontrado un hobby que hace cosquillas a la autoestima y al apetito.
Hablemos de las bateas, esas plataformas de madera que desde el aire componen una especie de tablero de juego. Sumergirse bajo ellas es entrar en un universo vertical que recuerda a una catedral de columnas vivas. Los mejillones filtran el agua con disciplina industrial, las anémonas convierten los cabos en jardines de minúsculos fuegos artificiales y los nudibranquios —siempre puntuales— ponen el punto de color extravagante que uno espera en documentales, pero aquí sucede a dos palmos de tu máscara. No hay prisa: la inmersión a poca profundidad permite flotar con parsimonia, detenerse a observar detalles y entender por qué el mar abastece, inspira y exige respeto a partes iguales.
Cuando el parte lo permite, aparecen rutas con relieve más marcado, paredes que caen a cotas moderadas, pequeñas grietas donde el ojo entrenado descubre gambas transparentes que parecen hechas de cristal y sepias que patrullan con pose de detectives antiguas. Alguna noche, los centros organizan inmersiones crepusculares en las que las linternas desvelan la ciudad secreta del plancton y las sombras se vuelven protagonistas. Lo que de día es discreto, de noche es teatro: los pulpos se dejan ver con más descaro, las nécoras se animan y los colores saltan del verde al ámbar con el simple gesto de encender la luz.
Fuera del agua, la historia continúa. Los desayunos se convierten en tertulia de inmersiones, los almuerzos en análisis técnico de aletas y flotabilidad —con una empanada que pide ser citada en acta— y la tarde ofrece ese paseo por el paseo marítimo que parece diseñado para alargar la conversación. Uno aprende pronto que el mar no se entiende sin la mesa: un albariño frío se vuelve coda perfecta para el día, y si alguien necesita más argumentos persuasivos para probar la experiencia, basta con recordar que aquí la gastronomía no es marketing, es tradición con pedigrí. La escena de las mariscadoras, inclinadas sobre la arena en bajamar, recuerda que lo que sucede bajo el agua sostiene un modo de vida que atraviesa generaciones.
La sostenibilidad no es un último párrafo cursi, es la regla de oro que mantiene este escenario vivo. No tocar, no remover, no llevarse “souvenirs” del fondo y elegir operadores que respeten cupos, condiciones y hábitats marca la diferencia entre pasar y pertenecer. La comunidad local conoce su mar mejor que nadie, y adherirse a sus ritmos es, además de sensato, la forma más inteligente de multiplicar los encuentros memorables. Llevar guantes solo si el plan lo exige, cuidar la flotabilidad para no golpear algas ni fondos frágiles, mantener distancia prudente de los cabos de las bateas y bucear en pareja con criterio son decisiones que se convierten en costumbres más rápido de lo que uno imagina.
Para quienes dudan entre playa, sendero o mascarilla, la ría propone un pacto sencillo: un par de horas bajo el agua cambian el mapa mental de cualquier viaje. Hay destinos que se conocen caminando, otros se conquistan a golpe de bocado; este entra por los oídos, por la nariz y por los ojos mientras la respiración marca el compás y las burbujas firman la crónica. A veces, la mejor postal está a cinco metros de profundidad, con un banco de sargos cruzando la pared como si llegaran tarde a alguna reunión importante y una luz oblicua que coloca todo en su sitio. Si alguna vez pensaste que el Atlántico era solo bravura, vale la pena descubrir su lado íntimo, ese que ofrece silencios con textura y una forma sorprendentemente sencilla de sentirse parte del paisaje sin hacer ruido.